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A Memo, porque en sus ojos encuentro la fortaleza que me falta.
A mi familia y amigos, por obsequiarme la palabra que más atesoro: amor.
A Celso y Ricardo, mis maestros, por compartirme su luz y también su oscuridad.
Cinta 1/On/off
Fiona no recuerda nada, tiene las manos ensangrentadas, pero no recuerda
nada.
Arrojado de la cama por el insomnio, Reynaldo comienza su ritual diario: se
baña con agua casi hirviendo, se pone la camisa más floreada que encuentra y
unos pantalones impecablemente planchados; bolea sus zapatos —nunca se va
sin hacerlo—, bebe un chocolate instantáneo y sale del departamento a bordo
de su convertible rojo.
En la esquina de Insurgentes y Viaducto, Débora se recarga en un poste como si
fuera una vigía. Viste un entallado pantalón rojo y una blusa azul con un escote
amplio, en el que se desborda una dorada letra D en medio de los senos.
Ulises está a punto de estallar. A qué maldita hora se le pudo ocurrir a su jefe
hacer guardias y asignarle a él la primera. –La noche no es para trabajar,
tampoco para dormir y mucho menos para coger como algunos creen; la noche
es para escribir —le grita su pensamiento. Sin embargo, ahora se encuentra
atorado con los pendientes de un hombre cuyo trabajo es tener ocupados a los
demás en puras pendejadas.
La alarma del reloj suena, como todos los días, a las cuatro de la mañana.
Andrea se despierta fresca y animada, se pone unos pants y sale a correr. [Si es
que se le puede llamar “correr” a arrastrarse]. Su pierna está más hinchada y
morada que hace ciento setenta y ocho días, cuando un doctor le diagnosticó
que era necesario que la amputaran y ella, como respuesta, le lanzó un
puñetazo que lo derribó.
Rey se detiene en la esquina de Viaducto e Insurgentes, no por la luz roja del
semáforo, sino por el rojo de los pantalones de Débora. Se le acerca y con una
seña la invita a subir al auto. No la reconoce. Ella, ofendida, responde:
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—No soy puta, soy heroína. Si tienes algún problema estoy para servirte, si no
será mejor que sigas adelante y no le quites a otros la oportunidad de ser
atendidos.
Él le ofrece una risa más perversa que incrédula. Ella le sonríe ingenuamente y
agrega:
—Subiré porque tú no lo sabes, pero me necesitas; y que conste que no soy
puta, soy una heroína.
-Puta a fin de cuentas —piensa Reynaldo mientras Débora sube al auto,
satisfecha por haber cercado a su presa.
Ulises está harto de perder el tiempo en esa oficina; necesita su espacio, su
cuerpo desnudo, sus hojas en blanco, sus sueños: NECESITA ESCRIBIR. Y no lo
consigue porque cada cinco minutos un imbécil le llama para preguntar por
alguna novedad, cuando sabe perfectamente que no hay ni habrá ninguna.
Fiona no recuerda nada, sigue con las manos ensangrentadas, pero no recuerda
nada.
Débora, sin oír más que la respiración de Rey, se da cuenta de que éste se
dirige a un hotel de paso. Con firmeza refuta:
—No cojo cuando estoy en servicio.
Sus enérgicas palabras causan el mismo efecto que una gota en el mar, ¿las
diría o las pensó? El zumbido de un mosco habría llamado más la atención de
Rey, quien entra al motel y se estaciona.
Sudorosa de pies a cabeza, Andrea intenta dar una segunda vuelta al parque.
Sudorosos de pies a cabeza, Débora y Rey van por el segundo orgasmo.
Sudoroso de pies a cabeza, Ulises arde en fiebre y arroja la segunda hoja al
cesto de la basura.
Sudorosa de pies a cabeza, Fiona continúa con las manos ensangrentadas y sin
recordar nada.
-No debí tirármelo de nuevo. –La reflexión acompaña a Débora mientras se sube
los pantalones rojos. Rey, quien siempre coge vestido, limpia sus zapatos con la
orilla de la sábana de la cama y, como si hubiera llegado solo, se va.
Débora sale corriendo tras él con los zapatos en la mano y brinca al coche para
no quedarse atrás.
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No ha pasado ni un minuto de trayecto cuando el auto frena de golpe. Sin
asustarse, Rey y Débora se encuentran con una mujer joven, lívida y con las
manos ensangrentadas, quien les pide ayuda con los ojos.
Reynaldo alza a la chica y la arroja al asiento trasero como si levantara a un
cachorro de plena avenida y retoma su ruta.
El teléfono no cesa de sonar. Ulises ya no lo contesta. Tras sus ojos amarillentos
se oculta la poca razón que le queda.
Andrea se seca el sudor. Está por cruzar la avenida, pero su pierna se niega a
seguirla. Un convertible da la vuelta y, tras impactarla, la arroja por los aires.
Pegada al asfalto, Andrea escucha el motor del auto muy cerca de su cuerpo.
Los párpados le pesan, con un esfuerzo mayúsculo logra medio abrirlos. Unos
pies descalzos con las uñas pintadas de carmesí descienden del auto, por
encima de éstos se distinguen unos pantalones rojos. Alguien más baja y lleva
zapatos de hombre recién boleados. No percibe que la levanten del piso, pero
sabe que es así porque sus manos flotan y siguen el vaivén de un cuerpo que no
es el suyo; ese mismo cuerpo que aún no tiene rostro la deposita en un lugar que
desconoce.
Débora regresa a su lugar, saca un paquete de chicles del bolsillo de su
pantalón, toma uno, le da dos masticadas y se lo pasa con la boca a Rey, quien
acaba de sentarse frente al volante y lo recibe sin parpadear; cuando enciende
el motor pisa el acelerador con fuerza.
Débora saca otra goma de mascar, la mete lentamente a su boca y la mastica
con desenfado haciendo bombas de vez en vez.
Recostada en el asiento trasero del auto, Andrea siente que algo moja su rostro.
Intenta enfocar y se encuentra con la menuda figura de Fiona, encogida en el
rincón, con los ojos goteando, no llorando, y con las manos ensangrentadas;
pero Fiona no recuerda nada.
Si se le terminan las hojas, Ulises acabará loco.
El plan de Débora se está saliendo de control: dos orgasmos inesperados y dos
acompañantes no invitadas.
Las preguntas la asaltan, aunque no quiere romper con el momento.
—¿A dónde vamos?
Cree haber sido traicionada por el subconsciente, vuelve el rostro a las
acompañantes. No fue ella quien preguntó y descubre a Andrea tratando de
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incorporarse, medio maltrecha. Las dos se miran, hasta ese momento se
reconocen y se tragan la impresión de encontrarse ahí. Débora busca la
respuesta de Rey pero éste sólo responde:
—A la chingada.
Andrea reconoce la voz y al hombre; un escalofrío la recorre.
A Fiona ya no le gotean los ojos, ahora se queja; primero con pujidos casi
inaudibles, después con sonoros lamentos que desembocan en feroces aullidos.
A Ulises le quedan sólo dos hojas.
El velocímetro aumenta. Reynaldo lleva prisa por ir a ningún lado. Aunque su
mirada va fija en el camino, su cabeza va henchida de imágenes de lo que deja
atrás… [y no se imaginan cómo le duele que sea tan poco]. Un líquido amargo
sube de su estómago hasta la garganta humeante, del ardor pasa a la náusea.
Escupe el chicle y lanza un eructo lastimero que llega tan lejos que invade el
silencio de su lejana habitación. [Sí, de la habitación de Rey, esa que podemos
hurgar aprovechando que no está. Todos los días este espacio es testigo de su
abandono. Paredes blancas, ventanas cerradas, una puerta con candado que
lleva a un cuarto al que sólo él entra. Vean cuántos mosquiteros hay. Odia las
mariposas. Estar cerca de una podría paralizar su corazón. Qué asquerosa
obsesión tiene este hombre con la pulcritud y el orden. No hay nada fuera de
lugar. Todo, incluso en el baño, la cocina y el bote de basura, está acomodado
por tamaños o colores. No hay sala, no hay comedor, sólo una inmensa
recámara. El centro de su espacio es un lecho circular y blanco y en vez de buró
hay un inmenso refrigerador de dos puertas atiborrado de comida… De algún
modo hay que llenar los vacíos, ¿no? Al ver este lugar, al olerlo, hasta parece
que ni el polvo se anima a entrar. Quien no conociera a Reynaldo y tratara de
hacerlo a través de su hogar, no creería que todo lo que él toca lo convierte en
mierda. Salgamos de aquí].
Débora enciende el radio y sube al máximo el volumen. Se llena de música; el
sonido de los tambores encuentra eco en sus senos, las guitarras eléctricas
humedecen el higo partido que lleva entre las piernas. Sus pies, montados en el
tablero del vehículo, son una red que caza notas. Alza los brazos… Ansía volar.
El viento que aspira es exhalado en carcajadas. Ríe, ríe, ríe desde el día en que
decidió rellenar con odio ese hueco que deja el desamor, con un odio que cobró
venganza en otros, pues, a pesar de sus intentos, hasta ahora ha sido incapaz
de lacerar a ese que tanto amó.
Fiona ya no aúlla, mira sus manos ensangrentadas y se desternilla, pero no
recuerda nada. [Y cómo hacerlo, si su memoria está casi virgen, si cada suceso
en su vida es como una pisada que no deja huella. Tengo que valerme de mi
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propio recuerdo para ubicar a Fiona hace exactamente… permítanme mirar mi
reloj... Sí, hace una hora y cuarenta minutos. La veo en la cocina, cierra el
refrigerador con dificultad, se da la media vuelta. La puerta de la nevera vuelve
a abrirse. Una especie de media sandía cae rodando; eso me pareció que era
por el rastro rojo que dejó hasta llegar a los pies de Fiona. No. No era una
sandía, sino una cabeza. Una cabeza de hombre que ella recoge de los
cabellos y regresa al lugar de donde salió. Eso sí, la devuelve con la naturalidad
de quien levanta del piso una sandía, y es en ese momento cuando se mancha
las manos de sangre].
Andrea mueve la cabeza de lado a lado, mueve los brazos, encuentra todo en
su lugar. Sólo le sangra la pierna y no precisamente la que hace ciento setenta y
ocho días estaba menos morada e hinchada. Andrea tiene miedo. Es la primera
vez que suda. Se agita y tiembla de terror. Se sacude con fuerza como si al
temor pudiera hacérsele a un lado de esa manera. Tantas veces se lanzó en
paracaídas. ¿A qué mar no retó en la oscuridad más profunda? ¿En cuántas
montañas burló los caminos…? Hipotermia, descompensación, vértigo, todo eso
lo conocía, pero el miedo no. Además, no concibe haberlo conocido con
semejante desventaja: lisiada en medio del camino y lanzada al aire por un auto
que conducía nada menos que… Si al menos hubiera sido… Ya no importa. [Sé
que Andrea daría todo lo que fuera por salirse de su cuerpo y verse aterrada.
Ella no puede hacerlo, yo sí. Lo que encuentro es una mujer con un embalaje de
acero a quien se le extingue la llama de la aventura; una mujer que se niega a
entender que correr no es precisamente una forma de escapar; una mujer a
quien la muerte vino a presentarle primero el miedo, antes de presentarse a sí
misma… La muerte también tiene sentido del humor Andrea. Tú misma lo verás].
A Ulises sólo le queda una hoja.
Una patrulla sigue al convertible y lo obliga a orillarse. Cuando el oficial
desciende del auto, Rey pisa a fondo el acelerador.
Cinta 2/Skip
Uno
Fiona entrecierra los ojos y aprieta con fuerza las manos secas de su padre. Él le
obsequia su canto cada noche, para ayudarla a entregarse al sueño con cierta
paz.
Mientras unos ojos se cierran por completo, otros se humedecen en exceso pero
no dejan caer una sola lágrima. Las manos de la pequeña que hace unos
minutos retenían ahora liberan, y son acomodadas palma con palma a manera
de rezo o súplica.
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Si Fiona hubiera sabido las intenciones de su papá se habría valido de ambos:
rezos y súplicas para que éste no se fuera. Mas como no hay nada que no
revele el sueño, no fue necesario que Fiona presenciara el último encuentro de
sus padres para saber que no habría más canto que la condujera al reposo.
Dos
—Mierda, todo lo que tocas lo haces mierda. Mírame .Ya no soy la misma
Hasta creo que apesto desde que estoy a tu lado.
Reynaldo la miraba, no, más bien la penetraba con sus ojos; y cómo le habría
gustado que fueran filosas navajas para arrancarle de tajo esa lengua, que si
antes lo hizo gozar, ahora sólo se movía como la de una serpiente venenosa. Si
no hubiera sido porque ya tenía una demanda encima por lesiones, le habría
dado una patada en ese culo que ahora odiaba tanto, porque fue el que lo llevó
a firmar, por cuarta ocasión, un acta de matrimonio.
Reynaldo esta vez prestó oídos a los insultos de Marisa, consciente de que
serían los últimos. [Ella no lo sabe, pero mañana Rey no estará más a su lado].
Tres
Reynaldo se va, en esta ocasión demoró más en hacerlo.
Su primer matrimonio duró cuatro años, por la novedad seguramente; el
segundo y el tercero, menos de dos; y éste, que no será el último, ocho años.
Fiona es la respuesta a por qué Rey estuvo más de setenta mil horas al lado de
Marisa. Fiona, la única mujer por la que no siente desprecio. La única que no
desea sexualmente. La única que cambia su ira por canto. La única que no ha
golpeado. La única que ama. La única que abandonará conociendo por primera
vez el dolor del abandonado.
[Y aun así te vas, Rey, con tu mirada llena toda de Fiona y con esos malditos
ojos, húmedos en demasía, pero negados a arrojar una sola lágrima. Si supieras
lo que te llevas con tu partida, ¿te quedarías?… No lo creo, y no te justifiques
con lo mismo de siempre, o hazlo, da igual…].
-Lo peor de abandonar es recomenzar y cargar con la mudanza de maldiciones
que le llueven a uno encima. Siempre salgo huyendo antes de que me digan
adiós. Eso sí no lo soportaría. Ésa es mi debilidad, pero nadie lo sabe –piensa
Rey.
[Todos lo saben, Rey, de hecho hay algo que tú no sabes: naciste abandonado].
Cuatro
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La madrugada en que Reynaldo Martínez fue arrojado a esta vida, su madre
llevaba ya seis horas de trabajo de parto que la tenían agonizante. La partera,
desesperada, no entendía por qué, a pesar de las contracciones y la dilatación
en la mujer, el niño no salía.
La comadrona se valió de todos sus menjurjes para provocar el nacimiento;
hasta que en medio de un torrente, no sólo de placenta y sangre, sino de
membranas y heces, emergió el niño sin llanto ni signos de vida. La habitación
se tornó húmeda y caliente, lo que acrecentaba aún más el olor a mierda que
casi podía palparse: denso e irrespirable. Una mueca de asco fue lo único que
Rey recibió por parte de su madre antes de que ésta muriera al desangrarse y
deshidratarse por la diarrea.
Es probable que ahora alguien se pregunte si fue por esto que a Reynaldo, en su
niñez, se le apodó El Mierda. Pues no, no fue por eso, ya que Rey jamás supo
de la existencia de su verdadera madre, ni mucho menos se enteró de las
circunstancias en las que nació. Su padre de inmediato le dio el lugar de esposa
a su amante. Julieta crió a Rey como si hubiera sido arrancado de sus entrañas e
incluso llegó a quererlo más que a los otros tres hijos que con el tiempo tendría.
Y bueno, para no dejar la duda, el mote le cayó encima a Rey cuando tenía
cinco años, gracias a la oportuna ocurrencia de su madrina, quien en cierta
ocasión lo llevó a la tienda, y muy arrepentida quedó de haberlo hecho, porque
terminó poniendo del poco gasto que le quedaba para subsanar los destrozos
que hizo el chiquillo. Maruquita ni un tirón de orejas le dio. Salió con la cara
enrojecida por el coraje y lo único que hizo fue parar al niño frente a ella para
decirle:
—Todo cuanto tocas lo haces mierda. Eres peor que el rey Midas, ¿conoces su
historia?
El niño, con más vergüenza que curiosidad, respondió que no con un
movimiento de cabeza. Maruquita sólo agregó:
—Ya la conocerás.
Le tomó la mano y se fueron. Un puchero que estuvo a punto de convertirse en
llanto se esfumó cuando Maruca apretó más fuerte su mano.
Así fue como Reynaldo creció con el apelativo a cuestas, el cual más que un
presagio de su visionaria madrina, fue simple y llanamente un vistazo a su
naturaleza.
[Pero regresemos con Rey, quien está a punto de marcharse].
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Cinco
A diferencia del dolor y de la culpa que siempre se quedan, Reynaldo se va. A
su austero equipaje hay que agregarle un malestar desconocido e inexplicable,
al que no quiere ponerle nombre de tristeza o algo similar, él no sabe más que
de afecciones físicas, pues cree que los males del alma son sólo para mujeres y
putos.
Reynaldo camina con pesadez, como si los brazos le arrastraran. Se detiene en
el umbral de la puerta, sólo unos segundos, pues en ese lugar no se puede
permanecer; es un punto de no retorno. Rey cierra la puerta de esa frontera que
pareciera dividir la luz de las tinieblas, la llegada de la partida; de qué lado
está una y otra es lo de menos, el caso es que ha cerrado con determinación.
La puerta, la mujer. Para Rey todas las mujeres son puertas. Todas las que se
han cruzado por su camino las ha penetrado, en muchas ocasiones sin siquiera
tocar, y de todas ha salido dando un azote. Sólo uno. Sin volver la mirada. Sin
volverla a abrir. Rey olvida. Sepulta.
[Pongamos pausa en este momento que ha sido una constante en su vida; ahora
corramos una y otra vez la imagen en nuestra mente:
Rey penetra y es expulsado. Rey penetra y es expulsado. Rey penetra y es
expulsado…
Ya basta. Reynaldo se fue].
Seis
Marisa lleva cuarenta y ocho horas llorando por la partida de Rey, las mismas
que Fiona ha dormido. Marisa seca sus lágrimas o más bien sus lágrimas están
secas de tanto ser lloradas.
¿Y Fiona?, esa pregunta se la hace también su abuela, gracias a quien se
percatan de que la niña ha caído en un letargo del que será difícil sacarla.
Fiona está oculta y a salvo en el sueño… y en el olvido.
Cinta 3/Clear
[¿Cómo se pueden resumir diez años de olvido?
Tal vez así…
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…como un gran espacio en blanco. Pero si a ese olvido lo cubriéramos con un
manto de sonidos, cambiaría todo, ¿no? No es necesario entenderlo, no
todavía.
Nos habíamos quedado en el letargo de Fiona. Regresemos nuevamente a ese
momento].
Para despertarla fue necesaria la intervención de un doctor, y es que, de no ser
por sus repentinos ronquidos, cualquiera hubiera pensado que estaba muerta. Lo
que nadie imaginó fue que sólo su cuerpo regresaría, pues a pesar de que Fiona
físicamente estaba en perfectas condiciones: hablaba, escuchaba, caminaba y
hasta tenía apetito; no recordaba nada, ni siquiera la partida de su padre.
La ausencia de Reynaldo pasó a segundo término, al menos para Marisa, quien
hizo que su tristeza desembocara en la laguna que se había formado en la
memoria de su hija. En ese momento comenzó un largo peregrinar, traducido en
días y meses: del psicólogo al neurólogo, del brujo al masaje chino, del
psiquiatra a las flores de Bach; sin restar importancia a cuanta cosa le
embarraron y le hicieron comer, así como a los rezos, incluso a los santos de
más reciente beatificación. Lamentablemente todo fue en vano.
Fiona seguía sin recordar nada.
Marisa, en el sueño y en el insomnio, se preguntaba y se contestaba hasta el
hartazgo las interrogantes de los innumerables doctores que había visitado:
—¿Puede la paciente recordar eventos recientes?
—La mayoría de las veces sólo retiene los sucesos media hora o menos, todo
depende de qué tanto logren capturar su atención.
—¿Ha tenido últimamente alguna lesión en la cabeza últimamente?
—No.
—¿Sufre de convulsiones?
—No.
—¿La pérdida de la memoria está presente en todo momento o hay episodios
distintos de amnesia?
—Está presente en todo maldito momento.
—¿La paciente está confundida o desorientada?
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—No, luce siempre normal.
—¿Consume alcohol o drogas?
—No, por Dios. Era una niña cuando empezó todo esto.
—¿Puede comer, vestirse y realizar otro tipo de actividades de forma
independiente?
—Todas sus actividades son aparentemente normales.
—¿Ha experimentado un evento emocionalmente traumático?
—No.
Al responder esto, Marisa de inmediato pensaba, con cierta burla: Ni siquiera
supo que su padre nos abandonó.
[Marisa, siempre tan estúpida, la última en enterarse fuiste tú. Lamentablemente,
no fuiste capaz de revelarlo a ningún doctor, por considerarlo parte de tu vida
privada. Ja].
—¿Qué otros síntomas presenta?
—Recuerda todo lo que aprendió en la escuela como leer, escribir, hacer
cuentas; de hecho, tiene una facilidad inusual para resolver operaciones
matemáticas, lo que antes se le dificultaba. También lee demasiado y muy
rápido, no entiendo para qué. No me ha vuelto a decir mamá, a pesar de que
todos los días le digo quién soy. Está muy sensible a los sonidos. Y en ocasiones
derrama lágrimas sin razón, pero sin expresar ninguna aflicción.
Cuánto deseó Marisa que el mal de su hija tuviera un maldito nombre, incluso
muchas noches, que ella pretende olvidar, rezó para que Fiona muriera. Para su
mala fortuna, no hubo dios que la complaciera pero sí que la castigara, pues ni
las tomografías, ni las resonancias, ni los electroencefalogramas, ni las
exploraciones cerebrales, ni todos los estudios que practicaron en el cerebro de
su hija arrojaron una sola enfermedad.
Los exámenes
sobresalientes.
neurológicos
y
las
pruebas
de
inteligencia
resultaron
El diagnóstico fue definitivo: amnesia histérica o de fuga o, lo que es lo mismo,
la paciente estaba huyendo de un recuerdo desagradable y se encontraba
imposibilitada para recordarlo.
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Y a pesar de que Marisa consideró esto absurdo, pues su hija llevaba una vida
plena, condensó en un psiquiatra su última esperanza. Así como surgió la
esperanza de recuperación, ésta se extinguió. Con la prueba de amital sódico
no se liberó ningún recuerdo reprimido y también fueron fallidos los intentos de
hipnotizar a Fiona. Nunca se logró captar su atención y, por lo tanto, no hubo
manera de que siguiera indicación alguna. Las probabilidades de cura eran casi
nulas, neuropsicológicamente no había nada más que hacer.
Marisa jamás pensó en que no sólo somos memoria, no le importaron los
sentimientos ni la voluntad de su hija para a través de ellos conmoverla,
regresarla de su huida. Marisa prefirió darse por vencida. Se encerró en su casa
bajo un techo de desolación, de manera que mientras Fiona se quedó
estacionada en el no me acuerdo, ella lo hizo en el silencio. [El tiempo ha
seguido su trayecto sin dejar recuerdos —en algunos—, sólo huellas.
Detengámoslo].
Vemos a Fiona. Sus pechos tienen una timidez provocativa.
Su rojizo cabello toca sutilmente su cadera. Su piel invita a la caricia. Sus ojos
chispeantes parecen abarcar con una mirada todo lo que de su memoria se
desliza. Qué lástima que no hay una sola ventana abierta para que la belleza
de esta niña-mujer salga y se funda con el paisaje. [Qué lástima].
Del otro lado de la habitación se encuentra Marisa.
Está gorda, se tragó todo el dolor, ya no le cabe más.
A Marisa la belleza también la abandonó. [Tal vez ése fue el precio que pagó
por desear la muerte de su hija y por tenerla en cautiverio].
Marisa no ha vuelto a saber nada de Reynaldo, pero lo añora todos los días con
sus interminables noches. [Otra burla más de la vida: no soportaba vivir con él y
desde que se fue no ha hecho más que morir en una lenta espera de que
regrese].
Marisa no imagina que Rey se casó nuevamente y que, al igual que Fiona, no la
recuerda.
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